Después de disfrutar de las playas nada más aterrizar en Brasil, la marea baja trajo consigo la calma necesaria en todo buen viaje. Era el momento de trazar cuidadosamente una hoja de ruta adecuada al tiempo y las ganas de las que por entonces disponíamos. Había que salir a explorar esa brutal ciudad que es Río, y había que decidirse a hacerlo pese a los 35 grados y la humedad que calentaban el asfalto en aquella mañana de diciembre. Y nuestro plan era ambicioso pero posible: ver al gigante carioca desde dos puntos tan opuestos como míticos.
Después de semejantes panorámicas, decidimos bajar caminando para intentar dar con un restaurante que conocía mi amiga Bruna, y que según ella tenía una comida y unas vistas que dejaban sin aliento. No se equivocaba en absoluto. Tremendo festín nos dimos, donde no pudo faltar como acompañamiento una botella de vino blanco espumoso para no desentonar con lo encantador del paisaje. Turismo sí, pero sin prisas.
Una vez recuperadas las fuerzas, era momento de acometer el segundo objetivo de la jornada. Cogimos rumbo a la costa y, más concretamente, hacia el Pao de Acúcar (Pan de Azúcar), una formación rocosa de 400 metros de altura frente al mar (ver la foto de arriba y la panorámica). Una vez escaláramos aquel imponente montículo conseguiríamos lo que llevábamos todo el día buscando: la segunda de esas caras de Río de Janeiro; el lugar desde donde observar como dios manda al Cristo Redentor.
Y así es como pinta la cosa desde la montañica de azúcar.
Diez horas de pateo por las calles para ir a parar a este tremendo lugar que bien merece una visita. Para terminar el día con nuestro objetivo más que cumplido. Y para descubrir una manera fantástica de cogerle la medida a esta gran ciudad.