Estoy sentado en total silencio en un asiento colgante hecho de madera, con los piernas encogidas, como queriendo volver a ser niño. El suave contoneo en círculos me hace olvidar por un momento que lleva todo el santo día lloviendo. Esta mañana al levantarme maldije mi mala suerte no menos de treinta veces, aunque aquello no había sido consecuencia más que de la ceguera que me provocaba la densa neblina de este inoportuno y traicionero monzón.
Tengo un zumo de limón recién exprimido sobre la mesa, un buen libro entre mis manos, y música relajante mezclada con el coro en re menor de los bichos de la selva tailandesa, a la que doy la espalda a pesar de lo bien que me ha tratado desde que llegué en el atardecer de ayer a esta isla de Koh Chang. Respirando profundamente me hago la firme promesa de no caer en la queja fácil cuando no hay algo de lo que preocuparse realmente. Y funciona. Estoy exactamente en el mismo sitio que hace unos minutos, en idénticas condiciones, pero lo encuentro todo deliciosamente apacible. De hecho es el primer momento de felicidad plena en este viaje en solitario; y me lo he tenido que trabajar porque se escondía tras la espesa maleza como un esquivo camaleón.
Mientras disfruto, la lluvia cesa de repente recompensando mi revelación anterior, como parte de su plan de refuerzo positivo hacia buenas sensaciones y momentos mágicos. Mensaje recibido; lo siento y gracias. Aprovecho el impulso recibido para apurar la limonada y saltar de mi balancín y dirigirme al pequeño comercio situado en la acera de enfrente. Hay docenas como éste por aquí, pero me ha parecido que la sonrisa del dependiente de ésta es la más sincera de todas. Es un señor menudo, con un bigotillo cómico y de piel morena y castigada, que lleva toda la mañana haciendo lo mismo que yo: nada de nada.
- Buenos días, quería alquilar uno moto. ¿Cuánto cuesta?
- 24 horas, 250 bahts - me responde sabedor de que debemos negociar esa primera oferta.
- Te doy la mitad por día, pero te la alquilo cuatro días, ¿vale? - le contesto.
- De acuerdo - acepta encantado con un gesto claro de que no he sabido regatear en absoluto.
- Quiero esa - le digo señalándole una de color blanca que parece robusta.
- Pues cógela tú mismo que lleva las llaves puestas. Ya me pagarás a la vuelta.
- ¿Te tengo que firmar algo? ¿Necesitas mi carnet de conducir? - le insisto ante su evidente despreocupación.
- No, no - me contesta riéndose sin disimular de mis absurdas ideas occidentales, como si le estuviera hablando de complicados trámites burocráticos.
Me encanta este tío.