domingo, 25 de noviembre de 2012

DIARIO DE UN ATRAPADO (Tercera parte. Y última)

Estoy sentado en total silencio en un asiento colgante hecho de madera, con los piernas encogidas, como queriendo volver a ser niño. El suave contoneo en círculos me hace olvidar por un momento que lleva todo el santo día lloviendo. Esta mañana al levantarme maldije mi mala suerte no menos de treinta veces, aunque aquello no había sido consecuencia más que de la ceguera que me provocaba la densa neblina de este inoportuno y traicionero monzón.

Tengo un zumo de limón recién exprimido sobre la mesa, un buen libro entre mis manos,  y música relajante mezclada con el coro en re menor de los bichos de la selva tailandesa, a la que doy la espalda a pesar de lo bien que me ha tratado desde que llegué en el atardecer de ayer a esta isla de Koh Chang. Respirando profundamente me hago la firme promesa de no caer en la queja fácil cuando no hay algo de lo que preocuparse realmente. Y funciona. Estoy exactamente en el mismo sitio que hace unos minutos, en idénticas condiciones, pero lo encuentro todo deliciosamente apacible. De hecho es el primer momento de felicidad plena en este viaje en solitario; y me lo he tenido que trabajar porque se escondía tras la espesa maleza como un esquivo camaleón.

Mientras disfruto, la lluvia cesa de repente recompensando mi revelación anterior, como parte de su plan de refuerzo positivo hacia buenas sensaciones y momentos mágicos. Mensaje recibido; lo siento y gracias. Aprovecho el impulso recibido para apurar la limonada y saltar de mi balancín y dirigirme al pequeño comercio situado en la acera de enfrente. Hay docenas como éste por aquí, pero me ha parecido que la sonrisa del dependiente de ésta es la más sincera de todas. Es un señor menudo, con un bigotillo cómico y de piel morena y castigada, que lleva toda la mañana haciendo lo mismo que yo: nada de nada.

- Buenos días, quería alquilar uno moto. ¿Cuánto cuesta?

- 24 horas, 250 bahts - me responde sabedor de que debemos negociar esa primera oferta.

- Te doy la mitad por día, pero te la alquilo cuatro días, ¿vale? - le  contesto.

- De acuerdo - acepta encantado con un gesto claro de que no he sabido regatear en absoluto.

- Quiero esa - le digo señalándole una de color blanca que parece robusta.

- Pues cógela tú mismo que lleva las llaves puestas. Ya me pagarás a la vuelta.

¿Te tengo que firmar algo? ¿Necesitas mi carnet de conducir? - le insisto ante su evidente despreocupación.

- No, no - me contesta riéndose sin disimular de mis absurdas ideas occidentales, como si le estuviera hablando de complicados trámites burocráticos.

Me encanta este tío.












FIN

martes, 20 de noviembre de 2012

UN GEEK EN JAPÓN: EL LIBRO PARA INICIARSE EN LA CULTURA JAPONESA


Después de 4 ediciones traducidas en varios idiomas, el libro Un Geek en Japón del gran Héctor García, conocido por todos como Kirai, ha salido por fin a la venta una versión ampliada y revisada a la que no le falta detalle. Dos años de trabajo que culminan hoy con la presentación de un trabajo con el sello de calidad de este pedazo de señor.

El libro está ya a la venta en Fnac, Casa del Libro y Normaeditorial.es, y en estos momentos se encuentra en el top 20 de ventas de amazon.es. ¡Vamos a ver si entre todos ponemos este ejemplar en el top 10 antes de que acabe el día!

¡Un abrazo!

lunes, 19 de noviembre de 2012

LO DE LA MEDIA MARATÓN DE YOKOHAMA

Andaba ya bostezando julio cuando un mail de Dani irrumpió en mi escritorio para proponer un lío de esos de los buenos. ¿Y si nos apuntamos a la maratón de Yokohama? - decía rotundo. Tras 22 largos segundos de consultas internas sólo se me pudo venir a la cabeza un inspirador en esto de agitar las patejas: Ikusuki, al que reenvíe mensaje e intenciones para ver si quería que hiciéramos un buen trío. 


Y es que uno siempre sabe a quien enviar ciertas cosas, y en poco menos que más ya teníamos el equipo español de atletismo que participaría con más gloria que pena en la carrera popular que se celebrará el próximo 2 de diciembre en la ciudad sede del prestigioso cuadro futbolero del Yokohama Marinos, equipo que jamás volvió a ser el mismo desde que nuestro artista Julio Salinas decidió ser su delantero centro matador.

El daño estaba hecho, nos registramos en el evento hace ya un par de meses y ayer mismo recibía en casa una carta con el dorsal que me me distinguiría como el ovejo número 4326 dentro de ese enorme rebaño de atletas. Da hasta gustico ser marcado como si fueras ganado.


Ahora, una cosa es decir y otra muy distinta acabar haciendo. Y es que prepararse para una carrera así conlleva un esfuerzo y una disciplina semanal que no tenía yo muy claro que estuviera entre mis aptitudes. Los comienzos fueron duros, cuando uno se da cuenta de que es imposible que lo consiga, porque después de correr cinco kilómetros tiene que pasarse dos días para recobrar el ánimo y las piernas.

Pero había algo con lo que ellos no contaban, y es que soy terco como una mula, con lo que desistí de desistir y seguí con entrenamientos cada vez más largos y duros, y procurando llevar una rutina adecuada. Eso sí, sin imponerme reglas demasiado estrictas para no fallar a mi nueva política de administración vital. ¡Sufrimiento cero señora!


El sábado pasado era mi ensayo general, mi prueba de fuego; tenía el entreno más largo de la hoja de ruta. Me esperaban quince kilómetros alrededor del Palacio Imperial bajo un aguacero de justicia. Pero no estaba sólo; Oskar, Dani y Luis (porque el Lorco se tiró cobardemente del barco a última hora) me acompañaban. Y fue bien. Me encontré con fuerzas y logré acabar, en buena parte gracias a la conversación que me fue dando el gran Luis. Un tío que os prometo que se subió el Monte Fuji desde el bosque de los suicidios (los humanos lo subimos desde la quinta estación a dos mil metros de altura) y al bajar, 24 horas después de echar a andar, se fue a la playa de Enoshima a pasar el día de dominguero. Una bestia sin límites.


Veremos que nos deparan los 21 kilómetros del día de la carrera dentro de dos semanas. La idea continúa siendo disfrutar del camino y poder terminarla, sin agobios y sin pensar en tiempos ni marcas. Pidan por nosotros en sus plegarias nocturnas.

¡Buena semana a todos!


domingo, 11 de noviembre de 2012

DIARIO DE UN ATRAPADO (Segunda parte)

Me costó dios y ayuda dar con el sitio. Entre otras cosas porque cometí el error de cruzar Khao San road a esas horas de la noche, en el momento en el que aquella calle prácticamente estaba en efervescencia nocturna. "Demasiado guiri junto", pensé mientras sorteaba puestos ambulantes y me regocijaba en el olor de la comida tailandesa callejera, que tan buenos recuerdos me traía. Los olores son sin duda una de las cosas que retengo con más facilidad; una sola ráfaga, un tímido aroma, puede transportarme de nuevo a un lugar, a una persona, a un bonito momento vivido. O a uno muy jodido.


Mientras caminaba camino arriba no podía dejar de sentir los nervios propios de cuando vas a encontrate con alguien por primera vez. Te preguntas cómo irá, si la comunicación será fluida, y mil una absurda dudas que se desvanecen con el primer hola, pero que se repiten con cada nuevo encuentro al que te enfrentas.
Cuando la ví sentada a través de la cristalera supe con certeza que era ella. Después de las debidas disculpas me dijo que iríamos a tomar algo a una calle cercana. Y que allí nos encontraríamos con más amigos un poco más tarde. Shopie era una chica joven, de unos 25 años, que trabaja en la ciudad desde hace un tiempo donde llegó tras acabar sus estudios universitarios. Tenía mundo en sus piernas, y eso se sentía a leguas de distancia, y hacía que su conversación fuera de lo más interesante. Al mismo tiempo transmitía cierta serenidad en sus palabras, lo que me hacía sentir confuso en mi necesaria taréa de analizar a cualquiera que se me planta por delante. Me gusta imaginar de qué palo va la gente y luego comprobar si, una vez mas, me equivoco. O por casualidad he dado en el clavo.


En el primer sorbo de la segunda cerveza acudieron a la terraza donde estábamos los amigos de Sophie. O, para ser más concretos, sus tres amigas. Presentaciones de rigor mediante me explicaron que los planes a partir de aquel instante eran sacar de fiesta al extranjero para que se diera cuenta en qué punto de cocción se dejaban las habas en Bangkok. Así, me llevaron por locales repletos de locales donde yo era sin dudarlo el más deslocalizado de todos. Pasamos por varios, tal vez docenas, donde ellas conocían a camareros y amigos. Bebimos, charlamos, reimos, y me hicieron probar todo tipo de licores regionales que, según ellas, no me podía perder.. Y como decía el maestro Sabina, no dejaron que pagara ni una ronda. Me retaron a retornarles su hospitalidad en yenes, a lo que por supuesto acepté encantado. Y aquí las espero para cuando ellas gusten.


Los gatos tailandeses fueron cogiendo tintes pardos y las esprituosas bebidas ingeridas creando una divertida neblina que se hacía más densa y alegre con cada nuevo brindis. Y pasaron los minutos, y con ellos las horas y las primeras luces del alba amenazaron con despertarnos cruelmente. Y vaya si lo hicieron. Serían las diez de la mañana cuando decidí darme cuenta de que tenía que hacer el check-out del hostal antes de las once y básicamente no tenía idea de donde estaba, aunque estaba prácticamente seguro de que todavía seguía dentro de Bangkok. Además tenía que ingeniármelas para coger algún transporte terrestre esa mañana que me llevara a mi siguiente destino: la isla de Koh Chang.


Ahí me tenéis, en los únicos quince minutos que pase en el hostal después de que un taxi me sacara de las tenebrosas profundidades de la ciudad. Nada más apearme del mismo un hombre me abordó para ofrecerse a llevarme en su furgoneta donde hiciera falta, así que no tardamos más de dos minutos en acordar un precio para que en media hora saliéramos hacia la isla del elefante, esa lugar que me prometía cuatro días de relax y playas cerca del paraíso. Y que, visto lo visto, buena falta me hacía.

El sudeste asiático, qué cosa señores.
  
Continuará...



lunes, 5 de noviembre de 2012

DIARIO DE UN ATRAPADO (Primera parte)

La confirmación de billetes de avión impresa y la promesa de un camastro vía correo electrónico de una simpática recepcionista de un hostal de Bangkok era todo lo que yacía sobre la mesa de mi escritorio aquel día. Claro, no es lo mismo recopilar lo necesario para un viaje que has preparado a conciencia, que irte sólo a recorrer un país como Tailandia con una vaga idea de por dónde pasarás y sobre qué dormirás cada día. Básicamente mi equipaje eran aquellos dos folios en blanco y negro que me aseguraban llegar a destino y dormir la primera noche, dos bañadores, unas chanclas, dinero, teléfono y el pasaporte. Para qué más.


Mientras cogía el tren hacia el aeropuerto me daba cuenta de que lo ligero que me sentía para hacer este viaje nada tenía que ver con el poco peso de mi equipaje. Ahora cualquier decisión dependería sólo de mí, tanto para lo bueno que puedas verle como para las vicisitudes que pudieran surgir. Llegar al aeropuerto de Narita, facturar y dirigirme a la puerta de embarque no fueron más que trámites que uno aprende de memoria como el que pone una lavadora o toma un café, al final es algo que he terminado haciendo sin pensar. Volaría por primera vez con la compañia JAL, que simplemente no tuvo nada que destacar, lo que para mí significa que todo funcionó correctamente. Me esperaban seis horas sobrevolando Japón, Corea y China hasta llegar a mi destino: la gran capital tailandesa.


Mirando por la ventana que tenía a mi diestra recordaba las instrucciones que Sophie me había enviado por Couchsurfing. Nos encontraríamos en una hamburguesería cercana a la popular calle Khao San, a tan sólo cinco minutos a pie de donde yo debía encontrar el hostal que había reservado. Aunque prefería pernoctar sin molestar a nadie, me pareció buena idea quedar con alguien de la ciudad para poder conocerla mucho más en profundidad. Y qué mejor que una tailandesa que me llevaría esa primera noche a tomarle el pulso a las calles de Bangkok y, si se terciaba, a bebernos unas buenas cervezas Chang recorriendo aquella enigmática urbe. Sinceramente poco más sabía sobre lo que podía ocurrir porque tampoco pedí muchas explicaciones acerca de los planes que tenía pensados. Creí que lo mejor para mi primera visita en la ciudad era no esperar nada ni ir con expectativas marcadas. Empezar todo desde el cero absoluto. Y que pasara lo que tuviera que pasar.



Entre retrasos (propios y extraños) llegué a la fila de espera para coger un taxi a eso de las once de la noche. Justo delante de mí había un chico menudo que intuí japonés, así que me lancé a amortizar mis clases preguntándole si quería compartir vehículo y gastos. Como pensaba, se dirigía a la zona de mochileros como yo, así que con esa jugada me llevé dinero y compañia en una sola mano. Por el camino conversé por teléfono con Sophie para pedirle perdón por la demora, y para asegurarme de que no era demasiado tarde para quedar para ella. Me tranquilizó indicándome el lugar exacto donde ya me esperaba tomando un café. Colgué entre disculpas prometiendo que llegaría lo antes posible y permitiéndome la primera licencia de admirar por fin la bulliciosa Bangkok desde la ventanilla entreabierta de aquel taxi.

Media hora después entré con prisas al hostal, donde una agradable chica me explicó brevemente cuales serían las normas a partir de ese momento. Hice el check-in, me dió la llave de mi taquilla y le pregunté si podía indicarme el punto en el que debía encontrarme con Sophie. Solté la mochila, me cambié de camiseta, me dí una ducha gitana y en tres minutos ya estaba en la calle. Eran las once y cuarenta minutos de un viernes y tenía delante de mí la que es probablemente la ciudad con la vida nocturna más famosa del sudeste asiático.

Y no tenía ni puta idea de hacia donde me dirigía.

Continuará...