Cuando uno pasa de una ciudad con muchos millones de habitantes, como es Tokio, a otra con otras tantas millones de almas viviendo juntas, espera, al menos, encontrar ciertas similitudes. Más, si tenemos en cuenta que son dos grandes capitales situadas en el sudeste asiático.

No tardarás, sin embargo, en darte de bruces con diferencias vestidas de contrastes que te mostrarán el destino que acabas de pisar. Al bajar del avión, ya se siente un cambio de temperatura brutal. Diez grados más en la frente, que mantienen a la ciudad a unos 32ºC durante las 24 horas del día. Hora de abandonar la primavera y ponerse en pelotas. Chanclas y pantalones cortos, que ya no nos abandonarían en el resto de nuestra estancia.


En cuanto tengas tiempo de parar a tomar un café o un zumo para recuperar fuerzas, te darás cuenta de que te fuiste de una de las ciudades más caras del mundo, para aterrizar en una de las más baratas. Precios populares que invitan al disfrute sin preocupaciones. No, en serio, muy barato, una placentera locura para no tener que pensar en presupuestos.



Parcialmente habituado, paseaba yo tranquilo por un centro comercial. Como un niño, explorando, buscando cosas que aprender de este nuevo planeta. Algo raro pasaba. Aquí parece que el mundo ha dejado de mirarse los cordones de los zapatos. Maldita sea, la gente nos mira.


Una de las cosas que más echo de menos donde vivo es el contacto visual. Pero en Manila lo recuperé de un golpe. Y además a lo grande. La gente te mira a la jeta sin complejos, mucho más que en España, millones de veces más que en Japón. Pero digo más, todo el mundo te suelta una sonrisaca enorme. Y no pasa nada, no se acaba el mundo, son sonrisas que ayudan al de tu lado a sonreir.
Sin posibilidad de dudarlo, lo que más me ha gustado de este gran país.
¡Buena semana!
Off-topic: ¡las camisetas llegan ya esta semana!