Se sienta en el escritorio anexo al mío. Es una chica menuda, que no alcanzaría el metro y medio ni de puntillas, y que seguro abrazó los cuarenta hace no menos de cuarenta domingos. Nunca dice nada, aunque su timidez no justifica esa enorme falta de educación cuando uno nuevo entra por las mañanas con un alegre ohayo gozaimasu y se pega de frente con su férreo silencio. Desconozco que sucede cuando es ella la que accede a la oficina, porque siempre está aquí. Siempre.
Tiene dos estados fundamentales: completa quietud y movimiento absoluto. Mientras permanece en el ordenador no se cantea. Empiezo a sospechar si está viva del mismo modo que el resto. Porque no teclea, no mueve hojas, solo permanece horas con los ojos abiertos, como un ente semi-incosciente en continúo estado de alerta. Ahora bien, si tiene que desplazarse por motivo alguno, sale de repente disparada de su asiento con pasos cortos y rápidos. Es en esos momentos cuando me sobresalto en mi silla por ese cambio brutal en su dinámica de movimiento. En un principio me pareció algo gracioso, pero con el tiempo no puedo parar de preguntarme hacia dónde se dirige con esa premura, corriendo por los pasillos del edificio como alma que lleva al diablo. No importa su destino, actúa del mismo modo cuando tiene que ir al baño, como empujada por una gastroenteritis sempiterna.
En mi hueco del laboratorio la observo mientras mis plásmidos se remojan en bromuro de etidio. Corre de un lado para otro parando máquinas o limpiando trastos, en una habitación que no pasa de los 50 metros cuadrados. Haciendo un cálculo somero me sale que debe ahorrar unos tres minutos diarios gracias a esas rápidas mini-carreras. Que a mí me parezca absurda es egoístamente subjetivo. Cada cual con su camino.
Pero la escena se tornó dantesca el pasado miércoles. Mis animalicos decidieron que no me concedían el festivo y me tocó acudir al trabajo como un día más. Por supuesto allí está ELLA. Mi buenos días hace eco con las vacías paredes mientras mi compañera, inmóvil, mira su pantalla. Los dos solos en toda la planta. Tras algunos instantes de animada charla muda, pasamos al salón de probetas. Ella llega diez segundos antes, como yo ya me temía. Una vez allí, comienza su danza acelerada entre pipetas y bacterias.
Está lavando unos tubos de ensayo en la pila, cuando termina, corre veloz hacia la centrífuga que había puesto en marcha unos minutos antes. Cuando llega delante del aparato, se detiene frente a él y, desde lejos, observo que le restan cuatro minutos al programa seleccionado para acabar. Y allí estuvo, los cuatro interminables minutos quieta, sin pestañear, delante de la máquina a la que había venido corriendo para ¿ganar tiempo?
Visto lo cual, no me queda otra que retirar lo de mi pensamiento subjetivo y políticamente correcto. Menuda tarada.
En mi hueco del laboratorio la observo mientras mis plásmidos se remojan en bromuro de etidio. Corre de un lado para otro parando máquinas o limpiando trastos, en una habitación que no pasa de los 50 metros cuadrados. Haciendo un cálculo somero me sale que debe ahorrar unos tres minutos diarios gracias a esas rápidas mini-carreras. Que a mí me parezca absurda es egoístamente subjetivo. Cada cual con su camino.
Pero la escena se tornó dantesca el pasado miércoles. Mis animalicos decidieron que no me concedían el festivo y me tocó acudir al trabajo como un día más. Por supuesto allí está ELLA. Mi buenos días hace eco con las vacías paredes mientras mi compañera, inmóvil, mira su pantalla. Los dos solos en toda la planta. Tras algunos instantes de animada charla muda, pasamos al salón de probetas. Ella llega diez segundos antes, como yo ya me temía. Una vez allí, comienza su danza acelerada entre pipetas y bacterias.
Está lavando unos tubos de ensayo en la pila, cuando termina, corre veloz hacia la centrífuga que había puesto en marcha unos minutos antes. Cuando llega delante del aparato, se detiene frente a él y, desde lejos, observo que le restan cuatro minutos al programa seleccionado para acabar. Y allí estuvo, los cuatro interminables minutos quieta, sin pestañear, delante de la máquina a la que había venido corriendo para ¿ganar tiempo?
Visto lo cual, no me queda otra que retirar lo de mi pensamiento subjetivo y políticamente correcto. Menuda tarada.
¡Buena semana!