Aterrizaba mi vuelo, procedente de Dubai, en el aeropuerto internacional Galeao-Antonio Carlos cinco minutos antes de las cuatro de la tarde. Atrás quedaban cuarenta horas entre aviones y terminales agotadoras, pero eso no era excusa suficiente para no empezar desde ya a comprobar de primera mano por qué este país y sus habitantes son tan populares en todo el mundo. Treinta y cinco grados de temperatura me pegaban de sopetón en la cara para despertarme del frío invierno japonés que aún dormitaba tímidamente en mi cuerpo. Este año me olvidaría de pasar esas vacaciones de esquí en Sierra Nevada de antaño. Pero yo venía preparado con mis chanclas en el equipaje de mano, que por supuesto ya tenía calzadas cuando le indicaba al taxista la dirección de mi hostal cerca de la playa de Copacabana.
"¡Lléveme rápido aquí!", le señalé nervioso. La enigmática ciudad de Río de Janeiro me esperaba bajo un sol radiante.
Montado en el taxi aquellas palabras de mi amiga Bruna resonaban en mi cabeza sin cesar: "de camino al hostal iréis por una autovía que pasa cerca de una favela. Ponte la mochila entre las piernas, echa los cerrojos y reza, porque a veces los chavales asaltan los coches". En cada sitio cargan con lo suyo, y en esta ciudad hay que tener cuidado, sin exageraciones ni tremendismos, pero cuidadín del bueno.
Nada malo me pasó en mis tres días allí.
Las prisas que yo tenía en aquel momento, no eran más que causa que de mi idea de tocar playa brasileira esa misma tarde. Al fin y al cabo mi alojamiento estaba separado sólo unos metros de Copacabana...ese mítico nombre...esa mítica costa con olor a samba. Y la cosa salió bien, en menos de una hora estaba bañador en ristre, toalla al hombro y con una sonrisa de niño pequeño camino a mi encuentro con la arena.
Nada malo me pasó en mis tres días allí.
Las prisas que yo tenía en aquel momento, no eran más que causa que de mi idea de tocar playa brasileira esa misma tarde. Al fin y al cabo mi alojamiento estaba separado sólo unos metros de Copacabana...ese mítico nombre...esa mítica costa con olor a samba. Y la cosa salió bien, en menos de una hora estaba bañador en ristre, toalla al hombro y con una sonrisa de niño pequeño camino a mi encuentro con la arena.
Tumbado y cerveza en mano, comprada en una de las numerosas barracas afincadas en la misma orilla, era hora de tomarse un respiro y observar. Y como muchos os estaréis ya imaginando, sí, hay mucho que mirar en las playas brasileñas. Pero mucho mucho. Cuerpos de infarto (otros no tanto) y trajes de baño que de mínimos que eran, no merecerían ser llamados así. Pero el espectáculo estaba más lejos de eso; lo que me dejó mudo era la cantidad de gente que había en un día laborable. Brasileños por todos lados bailando al son de la música, charlando pausadamente, o jugando al fútbol-playa, pero siempre dejando fluir la vida sin aparentes preocupaciones, como en una gran fiesta pero a un ritmo deliciosamente calmado.
El fin de semana fue una constante de repartir el tiempo entre visitas a la ciudad y las dos playas más importantes: Copacabana e Ipanema. Aunque para mí la segunda tiene mejor ambiente, más carácter y un punto de encanto peculiar, ya que resultaba cuanto menos impactante poder observar como las favelas escalan las montañas colindantes, a muy pocos pasos de los bañistas (ver foto 5 y 6).
Ni mucho menos ir a la playa de domingueo. Ni nadar por deporte, ni darse un baño ni hacer castillos de arena con los niños. Es una filosofía de barro propia, hecha con agua salada y arena. Vivir bajo el sol con una marcha de velocidad menos, con fútbol y samba por todos los rincones.
Qué bonito oiga.