jueves, 20 de septiembre de 2012

NI SIQUIERA SABES DECIR ADIÓS

Un mes fuera del entorno habitual hace que una treintena de días se conviertan en muchos más que tres veces diez por el cúmulo de experiencias y situaciones que se presentan cuando uno se encuentra en ruta. Cada momento ocurre algo nuevo, cada mañana te despiertas en una cama distinta de un pueblo diferente, rodeado de extraños que fueron amigos cercanos por unas horas. Tu cerebro se encuentra más alerta que nunca, por un lado para absorber cada gota de lo que se le antoje interesante, por otro para intentar descifrar idiomas que no había oído antes, miradas que vienen de ojos y razas distantes y curiosas.

Y así empezó todo. Mi viaje iniciático a Tailandia me confirmó que no sé absolutamente nada. Viajar sólo es algo que nadie debería perderse, así que no dejéis que vuestros miedos se lleven el gato al agua. No digo que todo sea maravilloso, pero sí digo que conoceréis a muchas buenas personas, a otras tantas más bien malas, y que conoceréis lo que hay de bueno y malo en vosotros mismos. Así es como me percaté de mi ignorancia, encontrándome con genios expertos en esto de recorrer mundo, escuchando sus increíbles historias y la sencillez de sus métodos para ser felices. Entiendo perfectamente a quien necesita un trabajo fijo, una rutina marcada, una casa y un coche para ir de vacaciones quince días en agosto a la playa, pero hay otras formas de vivir que no pasan ni de lejos por todo eso. Y me parece fundamental conocer a quienes necesitan unas cosas y no otras. Y a otros a los que con poco más que lo fundamental tienen más que suficiente.

De todos los caminantes que me crucé me despedí de diferente manera. A algunos de una forma igual de fugaz que el tiempo que disfrutamos juntos, de otros recién conocidos con más tristeza de la que cabría esperar. De mis anfitriones alemanes fue dulcemente rutinario, a cada visita siento que parte de mi hogar se queda en ese lugar para darme calor cuando vuelvo. Las complicaciones vendrían en un lugar de La Mancha al que cada vez vuelvo con menos frecuencia. Allí estaban esperándome muchos de los que yo considero indispensables. Diez días por delante para verlos, para tocarlos, para encontrarme con quienes no pude ver en mi anterior visita a Albacete. Y todo salió casi perfecto, con los únicos peros de tener que enfrentarme a decirles que había llegado el momento de partir.

No sé, o al menos, ya no.

Parecería lógico pensar que después de haberlo hecho tantas veces la experiencia me daría el temple necesario para afrontar estas situaciones. Pero no, cuantas más veces ocurre más difícil se me hace, como en una triste ecuación exponencial que tiende irremediablemente al infinito de la melancolía. Dime cómo decirles que no tienes una fecha para volver a verles, dime cómo hacerles ver lo importante que son si ni siquiera soy capaz de pronunciar palabra. Esta vez fue la más complicada, aunque me temo que no es más que el preludio de lo imposible que resultará la próxima.