Un camino eterno que me llevaba a casa, a encontrarme con ellos. Toda la tensión acumulada, toda la presión, los días de réplicas, de conocimiento incompleto, de dudas razonables, de miedos infundados, se esfumaban al bajarme del coche y ver a mi sobrina a cincuenta metros en la puerta de su casa. Me vió, y se vino corriendo gritando "¡tío Chiqui!, ¡tío Chiqui!".
En ese gran abrazo ya no había terremotos, ni mentirosos periódicos, ni viajes largos. No había rastro de esfuerzo alguno, y las ideas dejaban de dar vueltas sin sentido en mi cabeza. Lo grande, cuando uno trata con niños, es que nunca dejan de ser eso, niños. Lo primero que me dijo, después de siete meses sin vernos fue:
"Pero, ¿y el mono?".
Y es que en nuestras conversaciones por Skype, para jugar con ella y mantener su atención, siempre le enseño un muñeco que Oskar me regaló por mi cumpleaños. Y claro, ella lo de ver al tío Chiqui y que no estuviera el mono, pues como que no lo veía.
