Han pasado sólo 19 días desde que la tierra sacudiera con fuerza las vidas de todos los que vivimos en este país. Y aquí estoy otra vez. No hablo de la sensación global, pero para mí han ocurrido tantas cosas, que me empeño en mirar el calendario con recelo para asegurarme de que son sólo algo más de dos semanas. No me cabe lo sucedido por mucho que lo ordeno. Puede ser sencillamente que no quepa.
Han sido infinitas idas, venidas, risas, cañas, abrazos, miradas, reencuentros y otros cuentos, pero esa maldita sensación amarga, llámalo tristeza si quieres, no les dió un metro de ventaja. Se hizo por momentos casi invisible, tan pequeña que parecía que iba a desvanecerse, pero no me dejó andar solo ni un solo minuto. Lo hablamos entonces, y aceptó mezclarse con alegrías y grandes personas. Fue su última oferta.
Con los pies pisando Osaka la noto más débil. Me gustaría tener el derecho aquí y el izquierdo allí, pero hasta que no se me ocurra cómo, voy a poner los dos en esta tierra. Tengo fuerzas suficientes, ya las tenía antes de irme de vacaciones a casa. Lo que sí he aprovechado es para renovar el cariño, que se me estaba caducando.
Ahora ya estoy en casa, y me encuentro bien. Contento por lo que estaba triste, y triste por lo que me hacía sentir contento. Muchos me han tomado por loco o imprudente, pero no tengo miedo. Yo los entiendo, les explico, pero estamos en sitios distintos y mis razones no son mejor que las suyas. Nadie acierta ni se equivoca.
Sentado en mi silla, la primera réplica de esta nueva etapa me saca de mis pensamientos.
Bienvenido a casa.