martes, 12 de febrero de 2013

LAS DOS CARAS DE RIO

Después de disfrutar de las playas nada más aterrizar en Brasil, la marea baja trajo consigo la calma necesaria en todo buen viaje. Era el momento de trazar cuidadosamente una hoja de ruta adecuada al tiempo y las ganas de las que por entonces disponíamos. Había que salir a explorar esa brutal ciudad que es Río, y había que decidirse a hacerlo pese a los 35 grados y la humedad que calentaban el asfalto en aquella mañana de diciembre. Y nuestro plan era ambicioso pero posible: ver al gigante carioca desde dos puntos tan opuestos como míticos.

Los pasos de cualquier viajero te llevarán sin remedio a los pies del Cristo Redentor, es parte del legado de los que por allí vagaron antes y un sitio con un atractivo especial. Una de las nuevas siete maravillas del mundo moderno, y uno de los símbolos más conocidos del planeta. Así que, si no podíamos negar la evidencia, lo mejor sería pasar primero a pagar esa factura. La estatua de más de mil toneladas es visible desde casi cualquier punto de la ciudad, pero la mejor vista de todos la tiene curiosamente ella misma, ya que cuando te sitúas a su vera, toda esa enorme urbe caótica se rinde a tus pies de inmediato. Ese era nuestro primer objetivo del día; teníamos en la saca la primera de las caras que habíamos venido a buscar.







Después de semejantes panorámicas, decidimos bajar caminando para intentar dar con un restaurante que conocía mi amiga Bruna, y que según ella tenía una comida y unas vistas que dejaban sin aliento. No se equivocaba en absoluto. Tremendo festín nos dimos, donde no pudo faltar como acompañamiento una botella de vino blanco espumoso para no desentonar con lo encantador del paisaje. Turismo sí, pero sin prisas.



Una vez recuperadas las fuerzas, era momento de acometer el segundo objetivo de la jornada. Cogimos rumbo a la costa y, más concretamente, hacia el Pao de Acúcar (Pan de Azúcar), una formación rocosa de 400 metros de altura frente al mar (ver la foto de arriba y la panorámica). Una vez escaláramos aquel imponente montículo conseguiríamos lo que llevábamos todo el día buscando: la segunda de esas caras de Río de Janeiro; el lugar desde donde observar como dios manda al Cristo Redentor.

Y así es como pinta la cosa desde la montañica de azúcar.






Diez horas de pateo por las calles para ir a parar a este tremendo lugar que bien merece una visita. Para terminar el día con nuestro objetivo más que cumplido. Y para descubrir una manera fantástica de cogerle la medida a esta gran ciudad.

domingo, 10 de febrero de 2013

EL QUESO MECÁNICO

No faltaban más de diez minutos para que comenzara el partido cuando subíamos con prisa por las escaleras que nos conducían sin remedio a los graderíos del Yokohama Stadium. Y allí estaba yo, con cuatro personas a las que hacía 48 horas no conocía de nada, y con las que me disponía a presenciar la final del mundialito de clubes de la FIFA entre el Corinthians y el Chelsea. Poco más sabía de todo este asunto. Pero las circunstancias, o tal vez un regate habilidoso del destino, habían llevado mis pies hasta allí. Y bien sabía dios que no iba yo a detenerme en ese punto. Puerta oeste, entrada w12, nivel 1, fila 20, asiento 312.  Y allá que nos fuimos.


Parecía además que estaríamos en una de las mejores zonas del campo, en un de los laterales, pero, por lo visto, las sorpresas no habían hecho más que comenzar. Encima de nuestras butacas designadas había un fantástico regalo de bienvenida para luchar contra aquella tremenda noche de diciembre. Una bolsa con cojín, mantica y bolsas de esas que al agitarlas se mantienen calientes un buen rato. 

Esto empezaba a tener una pinta cojonuda.


Pero tocaba centrarse en el fútbol, y aunque el partido no fue el mejor que podía esperarse, los veinte mil brasileños que habían viajado hasta Japón no paraban de animar a su equipo. Qué pasión señores, qué manera de sentir y entender este deporte. Pocos sin embargo eran los aficionados del equipo inglés, que sin duda partía como gran favorito para levantar el trofeo. 


El primer tiempo concluyó sin incidencias reseñables, y con las dos escuadras intentando no perder las formas. Típica final en donde todo parece posponerse, en donde nadie quiere tomar la responsabilidad para no ser el primero en equivocarse. Un partido que seguía el manual al pie de la letra. Seríamos sin embargo nosotros los que conseguiríamos marcar el primer tanto, porque con la entrada, nos habían colgado al cuello una medalla que parecía podía abrirnos las puertas del mismísimo Mordor si hubiera hecho falta.


Silver Lounge señora, cómo se queda. Durante el descanso (y al final del partido), teníamos acceso a una sala donde comer y beber sin fuste ninguno. Vinitos, cañas y un amplio menú de comida se empeñaban en atraparnos en aquel salón. Hay que joderse lo bien qué viven los que viven bien.

Entre charlas con mis compas, me sorprendió escuchar alguien detrás de mí conversando en español. Y allí estaba hablando de fútbol el gran Benito Floro, aquel señor de pelo blanco y voz ruda que llevó al Albacete Balompié en los 90 de segunda división B a primera en tan sólo dos años. Aquel entrenador que hizo historia y convirtió a un equipo modesto en El Queso Mecánico, un conjunto que dio una lección de cómo jugar al fútbol sin un gran presupuesto y que fue temido en muchos estadios españoles. No lo hubiera hecho con casi nadie, pero me tuve que acercar a decirle que yo también era de Albacete, no pude resistirme. Todo un señor con el que estuve conversando durante un rato. Hablamos de fútbol, de ciencia y de vida, y me contó su experiencia de hace muchos años cuando militaba en equipos japoneses. 


Un día genial de amigos, fútbol y experiencias de esas que sólo se viven una vez. Y es que las casualidades están ahí para llevarnos a lugares que no imaginábamos. Sólo hay que darles la oportunidad para que ocurran. Millones de gracias Paulica.