Lo sé porque lo he vivido otras veces. No con este monte infinito de edificios de cemento y mares de neón, desde luego, pero de una manera similar detrás de bastidores, allí donde sólo puede conocerse de veras como son los actores que interpretan la gran obra. La vida de cualquier individuo es una sucesión de acontecimientos que empiezan sin motivo alguno, evolucionan en parte por lo que controlamos, lo incontrolable e incluso lo azaroso, y terminan antes o después dejando un poso de experiencia que acaba influyendo en el siguiente acontecimiento. En realidad, no se trata de una sucesión lineal, sino que podríamos describirlo como un conjunto de todos los acontecimientos paralelos que forman parte de todo lo que nos sucede. Lo que ocurre es que no todos estos eventos son de la misma magnitud, ni los clasificamos con el mismo rango de importancia. Y es exactamente ahí donde yo quería llegar.
Hace dos años que vine a vivir a Tokio. Y convendrán conmigo los que hayan tenido un acontecimiento parecido a éste en sus vidas, que comenzar una etapa en un país extranjero no sabe igual todos los días. El sabor dulce, casi obsceno, te lo da conocer gentes, culturas diversas, experimentar realidades ajenas y distantes a las de tu entorno habitual o darte cuenta de que eres capaz de mucho más de lo que imaginabas, y ser consciente de que de eso no te habrías dado cuenta de no haber salido de aquella calentita cueva donde pasabas los inviernos hibernando junto a mamá. Eso sí, los días que viene regusto amargo, esos días, estarás pero que bien jodido. Porque los problemas, como las alegrías, parecen más gordos en un lugar que pasa de ser apacible mientras el sol brilla, para ser terriblemente hostil en cuanto asoman las primeras nubes negras. Aquí no habrá nadie para sacarte las castañas del fuego, y la soledad es seca como el esparto, o al menos así se siente cuando sientes a los tuyos tan poco tuyos. Aunque no sea este el caso que me ocupa hoy precisamente.
No ha sido difícil elegir una imagen para esta entrada, más que nada porque es la imagen la que ha escogido que yo escribiera esta entrada. Es exactamente como en la fotografía que encabeza el artículo como yo veo mi vida en Tokio actualmente; como una urbe que se ilumina ante mí y en la que sólo puedo apreciar belleza. Después de 19 días y 500 noches de adaptación aquí, este lugar me lo está dando todo en este momento. Estoy en ese punto de explosión interna. Comprendo mucho mejor la cultura, lo que me lleva a poder respetarla, a entender por qué otros hacen las cosas como las hacen. Soy capaz de mal-comunicarme con japoneses, de pedir lo que sea que me haga falta, o aquello que se me antoje como capricho. De una u otra manera he mejorado en ese aspecto, y eso se traduce en una ligera pero fantástica integración en una sociedad que antes me era prohibida. Me rodeo de gente que me encanta, dispares y diversos hasta límites que no sabría ni tendría permiso para explicaos, y que entre todos refutan mi teoría de que en este planeta prácticamente todo el mundo es bueno, aunque nos empeñemos casi siempre en darle cancha a los malos. Y sigo conociendo muchas personas prácticamente cada día, a un ritmo que muchas veces abruma, pero que da gustico del bueno.
Aquí además también se me ofrece la oportunidad de organizar historias de esas que a mi tanto me molan. Es un país con mucha gente y con un dinamismo tal que siempre hay personas que reaccionan y participan en todo tipo de actividades. Además, ser extranjero en este caso juega bazas a mi favor claramente, como en otras ocasiones las juega en mi contra. Y ahí sigo con las clases de cocina española para japoneses, con los viajes de albaceteños a oriente, o con colaboraciones con varias empresas y personas para proyectos disparatados que ya os iré contando a su debido tiempo. No tengo tiempo de aburrirme, siempre hay algo que hacer, incluso tengo que planificarme los fines de semana con muchos meses de antelación, porque la saturación de eventos y viajes a veces es brutal. Punto también vital éste de los viajes, ya que estoy aprovechando para conocer muchos nuevos países y eso es algo que considero fundamental y que no pospondría de ninguna forma. Los viajes en mi contrato no son negociables.
En resumen, que estoy más a gustico aquí que "en brazos". En ese punto exacto en el que todo va como la seda, en el que todo se mueve como una máquina perfectamente engrasada que no produce un solo ruido, con esa armonía inquietante que asusta que pueda terminarse en cualquier instante. ¿Y esto va a durar para siempre? Rotundamente NO. Se acabará en algún momento para dar paso a un nuevo acontecimiento, o se transformará en algo que no será ni parecido. O sí. Porque así es como funcionan las cosas. Y porque además sino sería tremendamente aburrido.
Y esa ha sido mi rayada para un fresco día de enero. A uno lo da por pensar por todo y por nada de vez en cuando.
O igual tendrá algo que ver que hoy sea mi cumpleaños.
No ha sido difícil elegir una imagen para esta entrada, más que nada porque es la imagen la que ha escogido que yo escribiera esta entrada. Es exactamente como en la fotografía que encabeza el artículo como yo veo mi vida en Tokio actualmente; como una urbe que se ilumina ante mí y en la que sólo puedo apreciar belleza. Después de 19 días y 500 noches de adaptación aquí, este lugar me lo está dando todo en este momento. Estoy en ese punto de explosión interna. Comprendo mucho mejor la cultura, lo que me lleva a poder respetarla, a entender por qué otros hacen las cosas como las hacen. Soy capaz de mal-comunicarme con japoneses, de pedir lo que sea que me haga falta, o aquello que se me antoje como capricho. De una u otra manera he mejorado en ese aspecto, y eso se traduce en una ligera pero fantástica integración en una sociedad que antes me era prohibida. Me rodeo de gente que me encanta, dispares y diversos hasta límites que no sabría ni tendría permiso para explicaos, y que entre todos refutan mi teoría de que en este planeta prácticamente todo el mundo es bueno, aunque nos empeñemos casi siempre en darle cancha a los malos. Y sigo conociendo muchas personas prácticamente cada día, a un ritmo que muchas veces abruma, pero que da gustico del bueno.
Aquí además también se me ofrece la oportunidad de organizar historias de esas que a mi tanto me molan. Es un país con mucha gente y con un dinamismo tal que siempre hay personas que reaccionan y participan en todo tipo de actividades. Además, ser extranjero en este caso juega bazas a mi favor claramente, como en otras ocasiones las juega en mi contra. Y ahí sigo con las clases de cocina española para japoneses, con los viajes de albaceteños a oriente, o con colaboraciones con varias empresas y personas para proyectos disparatados que ya os iré contando a su debido tiempo. No tengo tiempo de aburrirme, siempre hay algo que hacer, incluso tengo que planificarme los fines de semana con muchos meses de antelación, porque la saturación de eventos y viajes a veces es brutal. Punto también vital éste de los viajes, ya que estoy aprovechando para conocer muchos nuevos países y eso es algo que considero fundamental y que no pospondría de ninguna forma. Los viajes en mi contrato no son negociables.
En resumen, que estoy más a gustico aquí que "en brazos". En ese punto exacto en el que todo va como la seda, en el que todo se mueve como una máquina perfectamente engrasada que no produce un solo ruido, con esa armonía inquietante que asusta que pueda terminarse en cualquier instante. ¿Y esto va a durar para siempre? Rotundamente NO. Se acabará en algún momento para dar paso a un nuevo acontecimiento, o se transformará en algo que no será ni parecido. O sí. Porque así es como funcionan las cosas. Y porque además sino sería tremendamente aburrido.
Y esa ha sido mi rayada para un fresco día de enero. A uno lo da por pensar por todo y por nada de vez en cuando.
O igual tendrá algo que ver que hoy sea mi cumpleaños.