miércoles, 27 de febrero de 2013

¡OH CAPITÁN, MI CAPITÁN!

Recuerdo cuando fui capitán de barco. Cómo olvidarlo. Fue en Italia, en la costa Amalfitana, un verano de esos que nunca se olvidan, durante un viaje por carretera con mis amigos de toda la vida de norte a sur del país del espagueti. Dos semanas recorriendo tres mil kilómetros en un Fiat Panda, desde Milán a Palermo, pasando por Florencia, Roma, Nápoles y hasta por el mismísimo y recóndito pueblo de Corleone, cuna de la mafia siciliana, donde por cierto tuvimos un pequeño golpe con el coche, que nos hizo temer por nuestra integridad cuando vimos a los vecinos de aquel temido pueblo asomarse por los balcones. A quién se le ocurre meterse en problemas en Corleone. Pues eso.

La Cosa Nostra


Aquella mañana nos levantamos con ganas de mar. Y no entiendo cómo, porque ya llevábamos algunas noches dormidas al raso en la playa. Nos poníamos en hilera los siete maromos esparcidos por la arena, en un burdo intento de protección grupal que imagino resultaría cómico para cualquier avispado asaltante.

La cosa es que nos dirigimos al puerto de Sorrento, porque queríamos que algún marinero nos llevara de excursión a la isla de Capri, de la que habíamos oído hablar maravillasDespués de varias pesquisas entre atraques, dimos con un elemento peculiar que hacía ese tipo de servicios.


La conversación fue un tanto así de simple:

- Buenos días, queríamos alquilar un barco para ir a Capri. ¿Cuánto cuesta?

- Todo el día son 180 euros con capitán.

- ¿Y sin capitán?

- Sin capitán, 120 euros.

- Hombre siendo así, preferimos sin capitán claro. ¿Se puede?

- Eso depende, ¿tenéis carnet de patrón de barco?

- No.

- Bueno, no pasa nada, hacemos como si tuvierais. 

Tras una reunión de grupo de unos 20 segundos (que incluyó bailes festivos y salvas en honor de tan osado marinero que estaba dispuesto a dejarnos su nave), se tomó la decisión de echarse a la mar, de convertirnos en auténticos piratas manchegos.

Cuando se lo conté a mi madre, tiempo después, estuvo sin hablarme dos semanas.

Una vez nos aprovisionamos de víveres y chalecos salvavidas suficientes, llegó el esperado momento de la instrucción. El jefe de la embarcación pidió un voluntario, y yo me puse al timón como si en Albacete hubiera playa, para recibir un curso acelerado de pilotaje. "Así derecha, así izquierda, aquí el motor de emergencia, no olvides esta palanca que es importante...", en fin, minucias variadas que no pude escuchar por el alboroto de la tripulación, que ya vociferaban en la proa coooooon la botella de ron. La ignorancia es la felicidad más pura de todas.


Una vez entendí cómo funcionaba más o menos el barco, el dueño me dijo que perfecto, que él ya se bajaba y que nos veíamos a las cinco de la tarde en el mismo sitio. En ese punto fue cuando tuve que hacerle una pregunta que me rondaba insistentemente desde que empezó con sus explicaciones: "¿Por dónde se va a la Isla de Capri señor?"

Lo miré. Él me miró a mí, y señalando al horizonte con su mano izquierda dijo: "Todo recto para allá, como a una hora encontráis la isla". Agárrate las explicaciones del Capitán Pescanova. Y como otra cosa no podíamos hacer, pues para "allá" dirigimos el bote. Haciendo, eso sí, las correspondientes paradas en alta mar para recoger a los grumetes que perdíamos por la borda.




Y nuestro vigía, subido en el mástil de popa, por fin avistó tierra firme. Habíamos alcanzado la tierra prometida: la isla de Capri, que se presentaba ante nosotros para ser conquistada. Dedicamos toda la jornada a rodearla muy cerca de la costa, parando encallando en todas las calas para bañarnos, desembarcando en algún que otro acantilado  (donde dejábamos el bote a la deriva por nuestra falta de pericia usando el ancla) y con abordajes incluidos a barcos de piratas rubias y simpáticas para hacernos con sus doblones de oro.






Una locura y una irresponsabilidad, lo sé. Pero al mismo tiempo uno de los días que mejor me lo he pasado en mi vida. De vuelta a puerto tuvimos marejadilla y las pasamos un poquitín canutas, pero nada que un capitán no sepa solventar con cuatro golpes de timón bien dados.

Me hubiese encantado poner alguno de los vídeos que grabamos durante el día. Pero sinceramente no he encontrado ninguno con el que mi madre no deje de hablarme de nuevo.

Y eso si que no.

¡Buen fin de semana piratas!

domingo, 24 de febrero de 2013

EL PROBLEMA ES LA COMUNICACIÓN

Demasiada comunicación. Parafraseando a Homer Simpson, uno de los hombres con el que hemos aprendido a relativizar el éxito, andaba yo pensando el otro día en algo que es de capital importancia cuando se respira a muchas millas de la lengua materna. Comunicarse, qué cosa señores.

Un día, hace ya de tres a cuatro lunes, salí yo con lo puesto de mi casa en Albacete. Era un chaval sencillo,  sin malicia, con el poco inglés que el maltrecho sistema educativo español lleva décadas ofreciendo cruelmente a nuestros niños pero, sinceramente, sin demasiado miedo. Así, una vez llegué a Japón, tuve que adaptarme a mi nuevo ecosistema para poder sobrevivir. Se habían acabado las bromas, había que ponerse a hablar sí o sí, y así sucedió casi sin darme cuenta. Pero en este caso había dos tazas de sopa en lugar de una, y si alguna vez quería yo encontrar la sal en los estantes del super, tendría que hacerme con un nivel de japonés al menos básico. Ya estaba bien de comer paella dulce; eso tenía que terminarse inmediatamente.

Entonces es cuando llega el serio momento de hablar con gente. Ya no hay vergüenzas ni historias, hay que intentar decir lo que quieres decir buscando las mañas que sean necesarias y cometiendo los errores garrafales que te enseñarán el camino para no volver a encontrarte con ellos de nuevo. Y es en esa interacción con el interlocutor de turno donde yo encuentro la clave de todo. Hay personas con las que es tremendamente sencillo comunicarse. Saben escuchar, miden las pausas, te corrigen con tacto, se apoyan en su lenguaje corporal, encuentran el modo de ordenar tu desordenada gramática o tienen un jodido don divino. No lo sé. Pero son capaces de hacerte sentir a gusto en un idioma que dista horizontes de ser el tuyo, motivándote en cada frase, ayudándote con refuerzos positivos que no mereces, convirtiéndose al fin y al cabo, en una comprensiva mamá idiomática que te arropa cada noche en tu aprendizaje.

Y como no hay dos sin tres, ni cuatro pies le busques al gato de la vecina, también están los individuos a los que se les negó la comunicación por decreto. No es que no sepan hablar; de hecho en muchas ocasiones son inteligentes, cultos y dominan varios idiomas, sino que se pasan las conversaciones buscando el fallo del que no sabe, puntualizando los errores de manera que roza lo maleducado, riéndose de la pronunciación del que tienen enfrente y, en resumen, frustrando al que aprende y llevando a esa persona con la que hablan a que tenga ganas de callar para no pecar. Personajes impacientes (menos mal que son pocos), que uno juraría que nacieron doctorados y con honores. Así que con esos que hable su padre, que es el único que tiene obligación familiar y moral.

Evaluarse a uno mismo es complicado, pero desde que soy consciente de esta realidad que era ajena a mí hasta hace un tiempo, intento mejorar en ello todo lo posible y cuando hablo con alguien que está aprendiendo español o inglés, procuro parecerme todo lo posible a uno de los buenos, y me invade una empatía que me hace explayarme en ánimos con quién sea que esté charlando.

Pero no perdamos el rumbo con el que salimos de puerto. Volvamos a la paráfrasis que inspiró todo lo anterior. Tan importante considero yo la existencia de comunicación como su parcial ausencia. Y es que en determinadas ocasiones no tener un 100% de comunicación con una persona no sólo es que no sea negativo, sino que puede evitar situaciones desagradables y daños qué solo pueden hacerse con los giros del lenguaje; esas simpáticas y ofensivas puyas que todos usamos alguna vez en nuestro idioma y que aderezadas con mala leche no generan nada bueno.

Pues de todo eso nada, te haces el loco cuando no te interesa, y a otra cosa. Grande Homer.

¡Buena semana a todos!