martes, 20 de marzo de 2012

NOKOGIRIYAMA 鋸山

Era el primer día de primavera y había llegado el momento de vengarse del maldito invierno. Amaneció afortunadamente soleado y a las siete y media ya viajábamos en tren rumbo a nuestra cita con la montaña. Los guantes y el abrigo empezaban a sobrar; estábamos saliendo de la cueva donde tantas tardes habíamos esperado este calor. Desde Kurihama cruzaríamos la bahía de Tokio en barco para llegar a los pies del monte Nokogiri, una elevación de 330 metros que posa orgullosa frente al mar.



Como se ve en el mapa, hay distintas rutas para alcanzar la cima de esas extrañas paredes de piedra. Una vez encuentras el (mal señalizado) principio del camino ya no hay problema. Las sendas están bien marcadas y sólo hay que decidir por dónde se quiere subir. La parte de la izquierda (mapa) es de libre acceso y tiene un bonito mirador en la cima. Ese fue nuestro primer destino. Tras treinta minutos de ascenso nos dábamos de bruces contra los impresionantes muros.



Fue una sensación rara; muros de piedra que ofrecían cortados de una enorme altura y que parecían artificales formaciones en plena naturaleza. Rápidamente nos vimos sumergidos entre lo real y lo ficticio, atrapados en los escenarios donde antes vivieron los protagonistas de Perdidos o El Señor de los Anillos. Naturaleza irreal donde se intuía la mano del hombre. O de lo que fuera que por allí hubiera pasado.









Tanto habíamos viajado sin quererlo que nos pareció llegar a las puertas de la mismísima Moria. Las grandes minas imaginadas por el maestro Tolkien nos invitaban a atravesar su misterioso paso para cruzar al otro lado. En aquel instante nos dimos cuenta de que no estábamos sólos. Podíamos sentir con claridad una extraña presencia que acechaba nuestros pasos. Y no parecía que hubiera venido a hacer amigos.









Impresionante el lugar que hace ya más de ciento cincuenta años fuera una cantera, lo que convirtió esta zona montañosa en un paisaje rocoso de fantasía con formas imposibles. Impecable es como mantienen los Enanos la limpieza de las minas.

Dejando atrás las historias con Jack y Frodo, nos dirijimos al primer mirador. Para variar, y como pasa aquí siempre, se comenta que se puede ver el Monte Fuji en días claros. Ni de blas. El que quiera ver el Fuji que se vaya allí directamente, al ladico, a tocarlo con la mano, que así es la única forma en que lo verá seguro.



En cualquier caso eso no desmerecía las vistas en absoluto. Tras tomar aliento nos dirijimos hacia el siguiente punto: visitar los budas de piedra y el famoso mirador colgante (mapa, derecha). Media hora de escaleras abajo y escaleras arriba después habíamos llegado entre dos paredes gigantes que señalaban la entrada (600 yenes adultos, 400 niños). En unos pocos metros más encontramos la estatua de Buda que me ha impresionado más de las he visto hasta ahora.





Desde ese punto ya se puede observar la cima. Sólo nos quedaban otros ocho mil doscientas escaleras y estaríamos difrutando de más y mejores vistas. Una vez coronamos, escogimos un rincón al sol e improvisamos un pequeño picnic campero. No se habrían terminado las sorpresas todavía.

Una especie de aguilucho mamón se lanzó en picado hacia el tupper de croquetas de jamón (tonto no era) pasando a 20 cm de nuestras cabezas y consiguiendo arramblar con dos de ellas. A los treinta segundos, ya eran tres las rapaces carroñeras que hacían amago de lanzarse a por más, por lo que, vil y cobardemente, tuvimos que levantar el campamento y refugiarnos debajo de la frondosa vegetación.







Nos quedaba la visita al Buda más grande de Japón. Treinta y un metros de piedra esculpidos por 28 monjes que, no contentos con ello, también se curraron otras 1500 estatuas de Buda que se pueden contemplar en los caminos de acceso al templo donde se encuentra el Gran Buda. Resultaba imponente la enorme imagen entre ciruelos ya florecidos. La primavera había venido para quedarse amigos.





Un excursión de un día genial para estrenar el buen tiempo y estirar las piernas para la que se nos viene encima. Y a un pasico de Tokio. Nosotros para la vuelta optamos por coger el teleférico que nos dejó en el pequeño pueblo pesquero de Hamakanaya en dos minutos por 500 yenes. Pero allá del que tenga piernas para coger montaña abajo.

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CÓMO LLEGAR (desde Tokio)

1.- Tren. Estación de Shinagawa (Línea Keykyu) hasta la estación de Keykyu-Kurihama (aproximadamente 1 hora).

2.- Dirigirse al puerto de Kurihama (15 min andando, 5 min en bus o taxi).

3.- Barco. Tokyowan ferry desde Kurihama a Hamakanaya (1375 yenes i/v). Horarios aquí.
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domingo, 18 de marzo de 2012

MARATÓN DE TOKIO

Son de esas cosas que ves en el telediario mientras comes en casa con la familia un domingo cualquiera. Sonidos de fondo que se repiten año tras año y que los poderosos medios hacen míticos en tu retina. Correr una maratón no estuvo nunca entre esos objetivos cercanos en la lista, aunque cierto es que como aficionado a todo lo que huela a deporte, es algo que está ahí, quieto y lejano, esperando su ocasión oportuna para salir a escena. Supongo que todavía no era el momento.

Como son los genios los que mueven el planeta, no hará ni cinco meses que a Oskar le dió por medir los metros que tenían las calles de Tokio. Y en pleno invierno señora. Se le cruzó que iba a prepararse la gran carrera en ese escaso margen de tiempo, lo que le llevaría a renunciar a casi todo para conseguir un poco más. La primera norma de una gran filosofía. Día a día lo vimos disfrutar y sufrir, y sufrimos y disfrutamos viendo que el veía que allí estaríamos apoyándole. Y así surgió la idea.

Guillermo y yo mismo le acompañaríamos un ratejo desde el kilómetro 24. Ese punto no estaba elegido al azar. Según los expertos cerca de los 30 kilómetros muchos corredores pueden sufrir una pájara que denominan coloquialmente "el muro", y allí queríamos estar por si hacía falta poner nuestras manos, hombros y espaldas para que Oskar saltara esa oscura tapia psicológica. Como no nos habíamos apuntado al evento no sabíamos si nuestra idea de abordar cual piratas la carrera iba a dar buen resultado. Al llegar al lugar acordado vimos que tal vez no sería tan sencillo. Todo el mundo llevaba su dorsal oficial y había un voluntario/vigilante de la organización cada diez metros. No fueron más que estúpidos miedos de novatos. En cuanto el de Zalla paso por allí nos incorporamos a su cruzada ataviados con sendas ikucamisetas.

Nos llamaron entonces Ikuboys, y ya nunca dejarían de hacerlo.

Nuestro objetivo siempre fue correr una hora. Es lo que habíamos preparado y no las teníamos todas con nosotros con que terminaríamos el asunto con éxito. No habrían pasado ni trescientos metros cuando me dí cuenta que no tenía ni idea de dónde me había metido. Estaba totalmente equivocado. Desapareció toda preocupación de si lo conseguiría. Todo daba igual, aquello era simplemente increíble. Miles de personas sin parar de animarnos convertían el recorrido en una fiesta de disfraces, bailes y gritos que te llevaban en volandas al siguiente kilómetro. Desde Nihombashi enfilamos camino hacia Asakusa acompañados por un río de almas que luchaban por no desfallecer, por aguantar unos metros más. Jóvenes, parejas, señoras y ancianos se repartían las fuerzas en una competición que no era tal, y donde sólo había sitio para el buen rollo y el espíritu deportivo.

Con Oskar dándolo todo giramos en la puerta Kaminarimon (雷門) para devolver parte del camino a nuestros pasos y ver como Ginza nos señalaba el camino a la isla de Odaiba. Era hora de dejarlo seguir y retirarnos. Habíamos corrido durante una hora y cuarenta minutos y no nos habíamos enterado. Nos enteraríamos pero bien al día siguiente cuando la adrenalina, los ¡ganbare! y las risas se hubieran apagado con las luces de aquel impresionante domingo.

Caminando hacia las motos sólo pensábamos ya en que Oskar pudiera llegar a la meta, aunque a mí no me quedaba duda alguna de que así sería.

Y llegó. Vaya que si llegó.




















¡Enhorabuena crack!

*Fotos de Oskar y Guille