Han pasado momentos de esos que hacen falta de cuando en cuando.
Momentos para disfrutar de los amigos que siempre lo fueron y de sentir pasar el tiempo sin querer hacer nada por detenerlo. Aunque sea para saborearlo un poquito más despacio. Vacaciones donde el relax del trabajo lejano se confundía a media mañana con el estrés de amanecer junto a cinco elementos con una energía ilimitada planeando caóticamente como dar el siguiente paso.
Han sido unas vacaciones fáciles, unas vacaciones diferentes. Los días que no había partido íbamos con la autocaravana (que alquilamos en
Berlín) a hacer lo que surgiera esa mañana. Que se nos antojaba playa, pues visitábamos las dunas del precioso parque natural situado junto a
la ciudad norteña de Leba. Que teníamos el día cultureta, pues nos plantábamos en la fortaleza de
Malbork para saber un poco más sobre la civilización teutónica. No me cansaré de alabar las bondades de este medio de transporte que te permite moverte con la libertad de llevar la casa a cuestas.
La fantástica rutina empezaba cuando tocaba encuentro de la selección española. Como si de un trabajo cualquiera se tratara nos levantábamos a uno hora decente, nos poníamos los disfraces de pollo y salíamos a disfrutar de la deportividad y del buen rollo de la afición rival. Todos fueron buenos, pero me tengo que quedar con la lealtad y la alegría de los irlandeses por encima de italianos y croatas. Treinta mil almas vestidas de verde animando sin descanso aún cuando las cosas se pusieron cuatro veces más difíciles. Cantando sin descanso al unísono diez minutos después de que el árbitro pitara el final del partido.
A partir de aquí todo lo que os pudiera contar se quedaría corto.