Son las 14:45 del 11 de marzo de 2011. Un viernes feliz como casi todos los viernes. Un capítulo de
Los Simpson me hace más entretenido mi plato de acelgas con gambas. Siento un pequeño temblor. Hasta me alegro porque normalmente nunca los noto. Qué curioso esto de los terremotos. Se mantiene en intensidad durante unos diez segundos, lo que hace mover las botellas de vino que tengo sobre el armario. Mi primera reacción es rescatarlas, son un regalo de mi hermana Llanos y mi amigo Nicanor y no quiero perderlas. Antes de conseguir dejarlas sobre la moqueta todo se empieza a mover bruscamente. Esto ya no es una broma, yo me piro fuera.
En el exterior ya esperan varios vecinos con caras amargas. Todavía entre risas forzadas pregunto si es normal. No. Nunca son así. Empiezo a acojonarme un poco y simplemente no sé que hacer. Quieto, inmóvil, en silencio, vivo el terremoto más grande medido en la historia de Japón. Son dos minutos de gritos ahogados. No pienso en tragedias ni muerte. Sólo intento analizar lo que estoy viviendo, nuevo, desconocido para mí. Mi casa se mueve de lado a lado, como el resto de edificios colindantes. La brusquedad incial, de paso a un vaivén armónico que recuerda a la sensación de navegar en barco. No tendré conciencia de lo sucedido hasta muchas horas después.
Entro en casa; puertas abiertas, cosas tiradas y vasos rotos. Asimilo a la vez que termino mi rancho. Homer me mira impasible, sin dejar de decir genialidades. No pongo el capítulo por donde lo había dejado. Sigo hacia delante. No sé por qué. Varias réplicas posteriores me hacen salir de nuevo. Vuelvo al trabajo. Antes de entrar al edificio pregunto si todo está bien. Ahora sí, sentado frente a mi ordenador, sintiendo como mi silla tiembla cada poco, despierto y tomo conciencia de la situación. La adrenalina no me deja hacer nada. Muchos medios de comunicación intentan contactar, pero los teléfonos no funcionan e internet se convierte de nuevo en el refugio de la información. Por
Skype hago las primeras entrevistas, primero con cadena SER, aunque luego vendrán muchas más.
Me voy a casa seis horas tras el suceso. Mucha gente no podrá volver a casa por que los transportes públicos no funcionan. Hay mantas y comida en las oficinas. Paso el tiempo hasta la madrugada hablando con amigos y familia, tranquilizando lo que los medios no dejan de agitar sobre la situación en Tokio.
Señores, lo gordo ha pasado en el norte del país. Centremos ahora nuestras fuerzas en ayudar en lo posible a los afectados y en dejar de hacer sonar alarmas donde no son necesarias. Siento defraudar al que vino buscando otras cosas. Ni ví pasar mi vida delante de mis ojos, ni lloré desconsoladamente, ni pensé en que el momento de mi muerte había llegado. Me acojoné como todo buen hijo de vecino, y se me pusieron de corbata de doble nudo durante unos instantes. Entiendo todas las reacciones, pero no fue mi caso. Intentemos entre todos hacer un ejercicio necesario de responsabilidad social y de buena conducta humana.
Tokio es hoy una ciudad que recupera la calma con paso firme, y que se solidariza enormemente con
Sendai y con todas las poblaciones afectadas por el desastre. Los japoneses son un pueblo único para esto.
Cada uno que tome el camino que guste. Yo me pido seguir viviendo.


