Para mí, Konami siempre había sido una empresa que creaba videojuegos deportivos de hace ya mucho tiempo. Tanto, que me costaría un mal rato dar con la posición exacta de las agujas de aquel reloj. Calculo a ojo que conseguirían agobiarme las cifras, así que pensando un poco es mejor no hacerle la cuenta. La cosa es que recuerdo que hacían juegos de fútbol en los que siempre se metían los goles exactamente de la misma forma. No había otra que acercarse al ángulo que forma el semicírculo con la línea del área grande, y disparar de manera precisa en ese punto concreto. Siempre gol. Totalmente absurdo. Terriblemente adictivo.
No serían ni las ocho del martes cuando decidí concederme el respiro que llevaba largo rato intentando evitarme. Dejé la cinta de correr de un pequeño salto y fui hacia los vestuarios con la cabeza gacha, distraído, casi ausente en medio todos. Esa cinta es de las pocas que me comprende. Habla unos treinta idiomas, incluido el euskera. Pero no así el catalán.
Mientras sacaba mi toalla de la taquilla, repasaba mentalmente el paseo que Carlos me había dado hacía pocos días para mostrarme las enormes instalaciones del gimnasio. De la zona de vestuarios hacia dentro se encuentra un mundo de agua y diversión: las duchas, varias saunas, un onsen y la piscina con jacuzzi. Yo algo sabía de todo aquel gigante complejo, por lo que preparé para esa primera expedición mi bañador para que no me faltara detalle. Error. Allí, me explicaron, se iba en pelotas a todos sitios. Ni bañadores ni tan siquiera chanclas. Toalla al hombro y a caminar por el recinto a lo loco.
Cargado de premisas comencé mi ruta en solitario. Decidí para empezar unos minutos de sauna, seguido de un relajante baño en el onsen. Pude comprobar, en efecto, que no había pudor alguno en las gentes que por allí rondaban. Y éramos muchos. Aquí siempre somos muchos. Pensé que un relajante jacuzzi sería lo suyo para rematar la tarde acuática; y es que hay veces que tengo unas ideas cojonudas. Siguiendo un largo pasillo de impecable moqueta rojiza, llegué al burbujeante baño caliente. En unos pocos segundos, no sabría asegurar cuántos exactamente, fui consciente de que allí en pelotas sólo estaba yo. Aquella era la única estancia común, compartida por hombres y mujeres, todos ellos perfectamente ataviados con sus trajes y gorros de baño. Y allí me encontré, estupefacto, inmóvil por unos instantes, con mi mini-toalla al hombro y enseñándole el cimborrio a aquella simpática señora.
No serían ni las ocho del martes cuando decidí concederme el respiro que llevaba largo rato intentando evitarme. Dejé la cinta de correr de un pequeño salto y fui hacia los vestuarios con la cabeza gacha, distraído, casi ausente en medio todos. Esa cinta es de las pocas que me comprende. Habla unos treinta idiomas, incluido el euskera. Pero no así el catalán.
Mientras sacaba mi toalla de la taquilla, repasaba mentalmente el paseo que Carlos me había dado hacía pocos días para mostrarme las enormes instalaciones del gimnasio. De la zona de vestuarios hacia dentro se encuentra un mundo de agua y diversión: las duchas, varias saunas, un onsen y la piscina con jacuzzi. Yo algo sabía de todo aquel gigante complejo, por lo que preparé para esa primera expedición mi bañador para que no me faltara detalle. Error. Allí, me explicaron, se iba en pelotas a todos sitios. Ni bañadores ni tan siquiera chanclas. Toalla al hombro y a caminar por el recinto a lo loco.
Cargado de premisas comencé mi ruta en solitario. Decidí para empezar unos minutos de sauna, seguido de un relajante baño en el onsen. Pude comprobar, en efecto, que no había pudor alguno en las gentes que por allí rondaban. Y éramos muchos. Aquí siempre somos muchos. Pensé que un relajante jacuzzi sería lo suyo para rematar la tarde acuática; y es que hay veces que tengo unas ideas cojonudas. Siguiendo un largo pasillo de impecable moqueta rojiza, llegué al burbujeante baño caliente. En unos pocos segundos, no sabría asegurar cuántos exactamente, fui consciente de que allí en pelotas sólo estaba yo. Aquella era la única estancia común, compartida por hombres y mujeres, todos ellos perfectamente ataviados con sus trajes y gorros de baño. Y allí me encontré, estupefacto, inmóvil por unos instantes, con mi mini-toalla al hombro y enseñándole el cimborrio a aquella simpática señora.