Mucho antes tendría que haber llegado esta entrada de eterno agradecimiento. Un gracias gigante a todos los viajeros que vinieron con el Albacete-Japón Express por convertir mi casa en el templo del jamón, en la cueva secreta del cerdo, en el santuario de la bellota sagrada. Eran 32 valientes que podían portar 30 kilazos cada uno en ropajes y chismes varios, pero también en quesos manchegos y vinos de la tierra.
No podía dejar de aprovechar la oportunidad de tener literalmente una TONELADA de peso para disfrutar degustando comida de casa. Contaba desde el principio con que parte del cargamento se quedara en los controles del aeropuerto de Narita, por lo que tenía que pedir de sobra para asumir ese porcentaje perdido. Pero no fue así. Los de aduanas no abrieron ninguna de las maletas interesantes y pasó absolutamente todo. Como no podía ser de otra forma la cosa se me fue de las manos. Esa ansia viva que no deja a uno pensar con claridad. Entre las cosas que me mandaron mis señores padres (que nunca fallan), las que encargué a algunos de algunos expedicionarios y los regalicos que me trajeron otros tuve que hacer dos viajes a su hotel con mi maleta grande y ni así hubo manera.
Tras cuatro pisos de escaleras interminables mi casa se convertía de repente en un paraíso ibérico sin precedentes en la capital japonesa: lomos, chorizos, morcillas, quesos de todo tipo, albariño, botellas de ron, salchichones, sobrasada, latas de mejillones y berberechos, café y un sinfín más de productos que me harán la vida más alegre y que me durarán (espero) durante mucho tiempo.
Me voy a poner fino.
Me voy a poner fino.