domingo, 11 de noviembre de 2012

DIARIO DE UN ATRAPADO (Segunda parte)

Me costó dios y ayuda dar con el sitio. Entre otras cosas porque cometí el error de cruzar Khao San road a esas horas de la noche, en el momento en el que aquella calle prácticamente estaba en efervescencia nocturna. "Demasiado guiri junto", pensé mientras sorteaba puestos ambulantes y me regocijaba en el olor de la comida tailandesa callejera, que tan buenos recuerdos me traía. Los olores son sin duda una de las cosas que retengo con más facilidad; una sola ráfaga, un tímido aroma, puede transportarme de nuevo a un lugar, a una persona, a un bonito momento vivido. O a uno muy jodido.


Mientras caminaba camino arriba no podía dejar de sentir los nervios propios de cuando vas a encontrate con alguien por primera vez. Te preguntas cómo irá, si la comunicación será fluida, y mil una absurda dudas que se desvanecen con el primer hola, pero que se repiten con cada nuevo encuentro al que te enfrentas.
Cuando la ví sentada a través de la cristalera supe con certeza que era ella. Después de las debidas disculpas me dijo que iríamos a tomar algo a una calle cercana. Y que allí nos encontraríamos con más amigos un poco más tarde. Shopie era una chica joven, de unos 25 años, que trabaja en la ciudad desde hace un tiempo donde llegó tras acabar sus estudios universitarios. Tenía mundo en sus piernas, y eso se sentía a leguas de distancia, y hacía que su conversación fuera de lo más interesante. Al mismo tiempo transmitía cierta serenidad en sus palabras, lo que me hacía sentir confuso en mi necesaria taréa de analizar a cualquiera que se me planta por delante. Me gusta imaginar de qué palo va la gente y luego comprobar si, una vez mas, me equivoco. O por casualidad he dado en el clavo.


En el primer sorbo de la segunda cerveza acudieron a la terraza donde estábamos los amigos de Sophie. O, para ser más concretos, sus tres amigas. Presentaciones de rigor mediante me explicaron que los planes a partir de aquel instante eran sacar de fiesta al extranjero para que se diera cuenta en qué punto de cocción se dejaban las habas en Bangkok. Así, me llevaron por locales repletos de locales donde yo era sin dudarlo el más deslocalizado de todos. Pasamos por varios, tal vez docenas, donde ellas conocían a camareros y amigos. Bebimos, charlamos, reimos, y me hicieron probar todo tipo de licores regionales que, según ellas, no me podía perder.. Y como decía el maestro Sabina, no dejaron que pagara ni una ronda. Me retaron a retornarles su hospitalidad en yenes, a lo que por supuesto acepté encantado. Y aquí las espero para cuando ellas gusten.


Los gatos tailandeses fueron cogiendo tintes pardos y las esprituosas bebidas ingeridas creando una divertida neblina que se hacía más densa y alegre con cada nuevo brindis. Y pasaron los minutos, y con ellos las horas y las primeras luces del alba amenazaron con despertarnos cruelmente. Y vaya si lo hicieron. Serían las diez de la mañana cuando decidí darme cuenta de que tenía que hacer el check-out del hostal antes de las once y básicamente no tenía idea de donde estaba, aunque estaba prácticamente seguro de que todavía seguía dentro de Bangkok. Además tenía que ingeniármelas para coger algún transporte terrestre esa mañana que me llevara a mi siguiente destino: la isla de Koh Chang.


Ahí me tenéis, en los únicos quince minutos que pase en el hostal después de que un taxi me sacara de las tenebrosas profundidades de la ciudad. Nada más apearme del mismo un hombre me abordó para ofrecerse a llevarme en su furgoneta donde hiciera falta, así que no tardamos más de dos minutos en acordar un precio para que en media hora saliéramos hacia la isla del elefante, esa lugar que me prometía cuatro días de relax y playas cerca del paraíso. Y que, visto lo visto, buena falta me hacía.

El sudeste asiático, qué cosa señores.
  
Continuará...