miércoles, 10 de abril de 2013

SAKURA 桜

Resulta complicado comprender cómo Japón es capaz de vender tan bien al mundo sus tradiciones. Quién no conoce la genialidad de sus templos, la amabilidad de sus ciudadanos, las preciosas chicas en kimono paseando por Gion, o el perfil griego del Monte Fuji que les hace de bandera por todo el planeta. Después de un par de semanas ya viviendo aquí, yo diría, no sin temor a equivocarme estrepitosamente de nuevo, que el secreto de todo está en que les apasiona de corazón su propia cultura.

Chica en kimono contemplando las flores del cerezo en Kioto

La punta de lanza de mi argumento es sin duda el Sakura, o florecimiento de los cerezos. Que sí, que en primavera llegaba el solete y florecían las planticas, eso yo ya lo sabía. Pero cuál fue mi sorpresa cuando vi que aquí eso representaba un acontecimiento festivo sin parangón. El asunto es que el país está plagado de estos árboles tan peculiares, y que cuando a marzo ya le flaquean las fuerzas o nada más se despereza abril (según los años y las zonas del país), las flores empiezan a asomar por los brotes de los cerezos regalando un manto blanco que cambia el aspecto de todo lo que se encuentra a su alcance.



Sakura en un templo de la Isla de Miyajima

Es pocas palabras; en todos los sitios hay flores, pero ningunas son más famosas especiales como las que brotan en Japón. Pero lo mejor de todo es que en esta época además todo se inunda de alegría. La gente sale a los parques aprovechando el buen tiempo, se sienta debajo de los árboles y come y bebe junto a amigos o compañeros de trabajo, en una danza popular conocida por todos como hanami 花見 (contemplación de las flores). 



Templo Kyomizudera durante la floración, Kioto


Una de las calles de mi barrio en Tokio

Todo esto trae como consecuencia que la gente esté más contenta, tanto por el momento en el que se vive, como porque ello representa una puerta de entrada hacia la llegada del buen tiempo y las vacaciones. Un extra de motivación vital que se ha convertido en un círculo vicioso de felicidad, belleza y esperanza, y que los japoneses y residentes aguardamos cada año con impaciencia. Con semejante panorama, ahora seguro que nos resulta más fácil entender la buena venta que tienen estas sencillas flores en el mercado exterior.  Y es que todo quisqui quiere venir a verlas al menos una vez en la vida.

Cerezos en las orillas del lago Kawaguchiko, frente al Monte Fuji


En poco más de dos semanas el viento nos recuerda que el secreto del éxito de los cerezos se esconde en lo efímero. Y todo lo visto queda atrás para darnos paso a la primavera y el verano. Cosa que celebro alegremente, que me parece a mí que suficiente frío hemos pasado ya.

¡Un abrazo!

domingo, 7 de abril de 2013

DE SENSACIONES Y VUELTA A LA CALMA

Las últimas dos semanas han dado para más de lo que sus catorce días nos prometieron. Ha sido un tiempo de trabajo duro, pero también de disfrute en estado puro y, aunque parezca mentira, de cierta dosis de reflexión. El pre-viaje Albacete-Japón Express 2.0 estuvo marcado por tensiones y nervios propios del asunto. Todo tenía que estar listo, hilado al milímetro, porque yo hubiera sido el primero que no me hubiera perdonado que fuera de otra forma.

Al completo celebrando el hanami en un parque de Kioto

Llegaron a Tokio en una noche de viernes, y mi primer objetivo fue siempre medir cuales eran las fuerzas del equipo. No tardarían en recuperar la sonrisa tras las interminables horas de vuelo, y después de acomodarnos en el hotel, decidí llevármelos a cenar a Kabukicho, en el barrio de Shinjuku. Entre propios y adoptados éramos 35 los que necesitábamos que nos dieran de jalar esa noche, cosa que sorprendentemente conseguimos en pocos minutos. Unas pocas cervezas, izakaya y dormir dos horas fue todo lo que pudimos hacer aquella noche antes de partir hacia nuestro siguiente destino: Kioto.


Nuestra llegada a la antigua capital japonesa no significaba que había llegado el momento del ansiado descanso. Nada más lejos. Dejamos las maletas en nuestro hotel cápsula y nos fuimos con las mismas a recorrer la ciudad. Se cumplían 24 horas desde que habían aterrizado en Japón y teníamos la sensación de que habían llegado en enero. Tras la visita, nos dimos 45 minutos de respiro y quedamos para salir a cenar. Y como esta gente no tenía hartura, pues la cosa acabó de copas hasta bien salida la luna celebrando un cumpleaños, que con los días acabaría por ser gitano.


Al día siguiente nos tocaba terminar de ver Kioto, porque más al sur ya nos llamaban para recordarnos que teníamos una cita. Y para allá que nos fuimos. Hiroshima nos serviría de base para asaltar nuestro próximo destino: la isla de Miyajima, donde todos prometen que se pueden disfrutar de unas de las mejores vistas de todo Japón. Pero no pensábamos dar esa noche en el campamento base por perdida, así que nos fuimos a comer un buen okonomiyaki a unas tascas muy auténticas, donde nuestra abuela y anfitriona, Ayako san, nos hizo pasar una inolvidable velada. Tras la pitanza, tuvimos enorme fiesta de batas blancas en una habitación tradicional con tatami del hotel, que acabó como el rosario de la Aurora. Pero eso forma parte de la información clasificada. Ya siento no poder contar nada más.


Pero llegar llegamos, y el día nos regaló un sol para que pudiéramos disfrutar de este archipiélago de la forma más cómoda y agradable. Y la jornada discurrió entre paseos por la montaña, cerezos en flor, teleféricos y, por supuesto, ostras, el plato típico de esta isla que nadie debe perderse. 

Uno de los momentos del viaje para mí fue precisamente allí. Sentado frente a ese tori en el mar, al solecico, en silencio escuchando el agua moverse ante mí y con la única preocupación de que no se me pasara la hora de ir a echar una caña con ostras. Así sí, joder.

Por la tarde, vuelta a Hiroshima, cena y a esperar con ansia a que llegara el día siguiente para que nuestra guía Yoko nos explicara el disparate que allí aconteció hace ya más de cinco décadas, y que debe quedar para siempre en nuestra memoria. Tras el día de historia, volvimos a Tokio en tren bala por la tarde. Tocaba por fin sentarse a comer sushi, que entre pitos y flautas aún no habíamos tenido tiempo, y eso no tenía perdón de Dios ya. 


Y hubo sushi del fresco en Shibuya, y para variar esta gente no se quería acostar ni aunque sonaran los lunnis, así que decidimos tumbar dos mitos de una tacada y probar también el karaoke. Qué demonios.

Y se equivocaban los que pensaron que aquí había terminado todo. Porque cogimos otro tren al día siguiente para ir al encuentro de ese gran monte que tiene no sé qué, que qué sé yo, que a todo el mundo le encanta. Y Fuji san nos regaló un desayuno espectacular y un día casi de verano. Dormimos en un hotel tradicional, disfrutamos de onsen con vistas y aprovechamos para pegarnos la penúltima fiesta del viaje rodeados de naturaleza. 


Y fue aquí, regresando hacia Tokio, cuando nos empezamos a dar cuenta de que la cosa estaba llegando a su fin. No nos iríamos sin dar guerra; nos quedaba la última gran batalla en Shibuya. Una fiesta de despedida donde albaceteños (y casi albaceteños) y japoneses tuvieran la oportunidad de intercambiar experiencias e idiomas. 

Fiesta de la buena señora.


Y con la última canción de la noche se empezaba a apagar la llama del viaje que habíamos mantenido viva durante casi nueve días. Sólo quedaba que los viajeros se despidieran a su manera de Tokio para subirnos al autobús que nos llevara al aeropuerto de Narita. Cansados, exhaustos, acabados, pero creo con la sensación de haber vivido un viaje inolvidable. O eso me gustaría a mí pensar.

Por mi parte, necesito un tiempo para darle salida a todo lo que hemos vivido juntos estos días; tanto a lo que hice bien, lo que pude haber hecho mejor, como lo que no debí hacer.  Pero de lo que estoy totalmente seguro es que la declaración de las risas me sale a devolver.


¡Un abrazo y mil gracias a todos!