Vivir en un lugar tan remoto como el que últimamente me ocupa puede resultar terriblemente doloroso. Lejos de perderle la sensibilidad a la lejanía, cada vez son más las mañanas que mis sobrinas juegan distraídas por mi cabeza cuando el sonido de la yamanote se cuela entre mis viejas cortinas para despertarme del sueño de poder volver a verlas. En esos escasos segundos diarios, respirando tranquilo e inmóvil, me hago a la idea de que continúo sentado a esta vera del río. Y es que pocos son los días que no me sorprendo de tener esta compañía propia con sede en Tokio, así que no me queda más que dedicar un pequeño inventario de realidades a cada rato, para no quedarme atrapado en el estrecho mundo entre lo real y las fantasías. Los echo de menos maldita sea.
Lo que sería de una injusticia intolerable es una queja sin contrapunto. Disfrutar del privilegio de respirar culturas alrededor del mundo me gusta y me mantiene activo. Sinceramente me encanta en lo que se ha convertido mi mundo y no dejo un sólo día sin intentar mejorarlo. Soy una persona distinta a la que salió asustada de casa aquel día decidida a aprender de quien quisiera enseñarle. Mucho queda también de ella, pero poco de aquellas dudas y miedos, que se fueron para dar paso a los nuevos.
La rutina aquí se bebe a pequeños sorbos, y lo mismo te ves un día saludando al rey JuanCar, dando una clase de tiro con arco japonés en medio de la montaña, convertido en dudoso maestro cocinero, o a punto de liarte a palos con Farruquito por culpa de un catalán al que todos añoramos. Hace sólo unos días, los sabáticos Pedro, Pablo y Marcos, que estaban de visita en Tokio, me invitaron a una cena de la que poco sabía.
Y así acabamos; en el corazón de Japón, en un tablao flamenco comiendo paella con aceitunas y disfrutando de una noche gitana de palmas y vino tinto.
La rutina aquí se bebe a pequeños sorbos, y lo mismo te ves un día saludando al rey JuanCar, dando una clase de tiro con arco japonés en medio de la montaña, convertido en dudoso maestro cocinero, o a punto de liarte a palos con Farruquito por culpa de un catalán al que todos añoramos. Hace sólo unos días, los sabáticos Pedro, Pablo y Marcos, que estaban de visita en Tokio, me invitaron a una cena de la que poco sabía.
Y así acabamos; en el corazón de Japón, en un tablao flamenco comiendo paella con aceitunas y disfrutando de una noche gitana de palmas y vino tinto.
El dueño del garito, como no podía ser de otra manera, es uno de esos genios. Se autodenomina Juanillo, es japonés y tiene unas largas y frondosas patillas, que en este mundo de imberbes es un logro digno de mención.
¡Buena semana!